sábado, 26 de noviembre de 2011

No molestar puede ser un gran lema.


"Lanzamos el ancla en alta mar y, con el pretexto del almuerzo, empezamos a beber más ginebra de la que era conveniente. Una de las muchachas se puso morada entre las copas y la intranquili­dad cada vez mayor del mar. Yo, en cambio, me puse valientísimo y decidí que había llegado el momento de lanzarse al agua. Stewart no lo aconsejaba, Teresa no lo aconsejaba, y yo en el fondo de mí mismo tampoco lo aconsejaba. En realidad, ahí nadie aconsejaba semejante locura, pero yo me lancé.  
Qué distinto era estar ahí abajo. Pero mi carácter extrañamen­te ha optado siempre por la sonrisa en estos casos, y creo que de ahí viene el hecho de que la gente piensa que soy un ser encantador en sociedad. En realidad, lo que pasa es que detesto molestar. El yate se elevaba sobre gigantescas crestas de agua y yo me hundía en oceánicos abismos, pero siempre con una sonrisa lista en los labios, para mi próxima aparición. Aparecía y desapa­recía. Aparecía nadando serenamente de regreso al yate, e incluso nadando a veces con una mano porque con la otra les estaba haciendo ese tipo de adiós del que ya llega dentro de un ratito. Desaparecía con lágrimas en los ojos, pero siempre de carácter uniforme para con los demás, siempre preparando la sonrisita para la próxima aparición. Y por más que me decía, ya grita pues huevón, nada. Mi carácter se negaba a asustarlos y a causarles problemas a la hora del almuerzo en el yate. No grité ni siquiera cuando comprobé, definitivamente, que cuanto más trataba de acercarme al yate, más se alejaba el yate; ni siquiera cuando comprendí que tras nuestra conversación previa, nada haría que Teresa perdiera su entusiasmo por Juanacho Gutiérrez, tampoco cuando los imaginé bailando con un disco de Elvis; no grité ni siquiera cuando todos en el yate empezaron a gritar. E incluso, desde abajo, y medio verde, estuve dándoles instrucciones de serenidad mientras se me acercaban y Stewart lanzaba boyas y sogas. Y después, de regreso al Callao, serví ginebras y endurecí todo el carácter que se me iba a ablandar en los años siguientes, no bien Teresa estuvo a punto de tener piedad de mí".


Fragmento inolvidable de La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique. Lo leí en tu casa en Munich, en la Hesseloher strasse, hace muchos años, no tantos como para poderlo olvidar.

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