martes, 30 de abril de 2013

Cuándo escribir



¿Te asombra pensar que trabajo en una oficina? 
¿Crees que no se puede tener un empleo creativo mientras quieres ser escritor? 
¿Quieres saber a qué hora escribo?
Escribo cuando tú duermes. Mientras sueñas inútilmente yo sueño para el papel, para el escenario, para los sueños de otro. Escribo mientras bebes, mientras comes, mientras ves a tus amigos. Escribir es aspirar a ser bueno como escritor y renunciar por eso a ser bueno en otros roles. Hay quienes deciden ser padres mediocres para poder escribir sin mediocridad. Yo elegí perder reuniones y amigos, olvidarme de la juerga, encerrarme y oír al día siguiente la narración de las noches de diversión que me perdí  por escribir algo que divertiría a otros y que también me entretuvo a mí sin haberlo vivido. Escribo mientras muchos aspiran a hacer plata con actividades que convierten su sangre en mercurio. Si eso los recompensa, a mí me paga la alegría de sentir que el mundo se recompone en mi mente como un caleidoscopio al que no dejo de dar vueltas, aterrando a todos a mi alrededor con teorías de odio, fracaso, desamor o muerte que no deseo en absoluto ver realizadas pero me dan el poder –el falso poder- de enfrentarlas, o al menos de sentir que si estas fatales circunstancias ocurren seré capaz de vencerlas. Escribo porque siempre sentí que fallaba en todo y que todo era mi culpa y que solo en la ficción las cosas saldrían bien, pero Pamuk defininió mejor por qué escribir. Yo solo quiero decirte cuándo lo hago. Cuando espero a que llegue alguien, escribo y le agradezco esa tardanza como un regalo que no sabe que está dando. Cuando la situación se hace insoportable escribo como si cavara un agujero en el cuál meter la cabeza y –más usualmente- el corazón. Escribo en los viajes largos, en los taxis, en los aeropuertos. Tener auto sería una maldición por el reto de escribir en los semáforos o cuando la calle parece despejada. Cuando tú sales a correr yo voy tras de ti con la esperanza de cubrir tus mismas distancias, pero a medio camino la idea, el diálogo, el párrafo completo comienzan a pesarme en la mente y me veo obligado a volver cabizbajo, repitiéndolos en susurros como un loco que no puede abandonar su íntima letanía. Puede ser una novela, un comercial de TV, una obra de teatro, una frase urticante o una crítica filuda: qué escribo es lo de menos. Todo aparece con urgencia de ser creado, exhibido, dicho. Escribo en las crisis, mientras los demás pergeñan soluciones inútiles para problemas que ya resolví. En los ascensores. En los restaurantes cuando como solo, práctica tan vergonzosa que la realizo lejos de mi oficina por miedo a que mis compañeros me encuentren en una mesa hablando con nadie o anotando desesperadamente en un cuaderno sucio de sopas y guisos como un libro de recetas heredado de mamá. Escribo cuando ella en silencio, viejísima, me acaricia la cabeza y se niega a contarme cosas que siempre quise saber, para rellenar su silencio, para inventar las verdades que no conocí. Escribo por amor, para traerte de regalo mis textos que no sirven para nada como un gato trae palomas al pie de la cama de su ama. Escribo mientras a ti te devoran la televisión, el aparato lleno de juegos o la serie que corta en capítulos tu vida sin que lo adviertas. Si pudiera parar, no pararía. Si creyera que está mal, insistiría. Escribir es ser y el hecho de ser no tiene fin ni culpa ni freno ni sustento.

martes, 2 de abril de 2013

La confianza es un objeto abandonado.




Hay alguien que confía en la humanidad. Es el hombre que deja su cepillo de dientes en el baño de la oficina.
A veces está. A veces no. Pero cuando aparece, inmóvil sobre la caja de papel toalla, el asombro nos devora. ¿Es un olvido? ¿Un acto de valor?
Un cepillo de dientes es un órgano corporal, casi un retazo de tu alma. Dejarlo es dejar tu sonrisa, tu salud y hasta tu futuro en manos de desconocidos. Pero ¿no se trata de eso la confianza? ¿No es ese el trance previo a la muerte, el momento en que te descompones de golpe y un desconocido llama a una ambulancia, otro te atiende, otro te toma la mano fingiendo entender tu despedida? ¿Y no es la vida entera ese trance previo que nos pone a merced de cualquiera?
Queremos hacerle maldades. Meterlo en el agua sucia. Tirarlo al basurero inmundo para después reponerlo en su lugar. Mearlo, escupirlo, envenenarlo. Pero él nos mira impasible. Él es a su vez, su dueño. Es el hombre que confía. Quieto allí a nuestro lado mientras nos lavamos las manos nos dice: soy más fuerte que cualquiera, venzo al tiempo, al miedo, a tus malas acciones.
Entonces nos hacemos pequeños ante él. Lo ignoramos como cuando coincidimos con alguien temible en un baño público. Sentimos que hay un hombre enorme sujetándolo, invisible a nuestro lado, y temblamos ante su presencia. No aparece en el espejo pero el calor del bulto nos empuja. Es el optimista que confía en los demás. El hombre que deja su cepillo de dientes en el baño de la oficina es el jefe de todos nosotros, o parece serlo, o merece serlo. Inmenso y evidente pero no visible, como un meteorito del que solo vemos el cráter. Haremos chistes hasta el fin de los tiempos. Temblaremos en sueños. Nunca sabremos quién es.