- Vivir tres meses en una playa, o en el Cusco.
- Comprometerme de verdad con alguien que me quiera de verdad.
- Pasarme dos años enteros tomando fotos y escribiendo.
- Negocios sucios.
- Dejar de escribir.
- Hemodiálisis.
Mi hermano mayor era gordo. Murió de ACV. Mi hermana engordó cuando se enfermó de las glándulas suprarrenales. La curaron. Mi otra hermana es gordita desde niña. ¿Me volveré gordo? Una bruja me lo dijo hace 10 años. Lo había olvidado.
Lo había olvidado hasta ayer, cuando me encontré en facebook a una amiga vive en NY y que no veo hace años. Le mentí en broma cuando me preguntó ¿cómo estás?
“Estoy calvo –le escribí- y peso 100 kilos”.
Dos días después me escribe desde Buenos Aires otra amiga, que trabajó conmigo: “jefe, ¿Cómo estás? Soñé que pesabas 100 kilos y que tenías la voz muy ronca…”
Salí a correr. Comí vegetales. Llegando a Lima me chequeo las suprarrenales.
Sus cosas no estaban. Las luces encendidas. El incienso apagado. El viejo no entendía dónde podía haber ido la vieja. Vieja era un decir: No lo era tanto como él. En verdad era 20 años menor, pero eso no los separó nunca. El siempre le había dado todo, aunque nunca pudo entenderla por completo. Ella decía amarlo pero pese a eso era capaz de cualquier cosa. Cuando se conocieron ella le declaró su amor durante un año y, terminado el año, se fue a probar suerte con un banquero extranjero al que le aceptó un viaje pasional por playas paradisíacas que el viejo nunca conocería. Sin embargo, llamaba al viejo cada atardecer playero para llorar y decirle que lo amaba (y después desnudarse para dormir cada noche playera con el banquero). Regresó y no pidió perdón, pero él la recibió sin exigirle nada. Un año después volvió a largarse, esta vez buscando su destino a varios países de distancia. Se reencontraron porque él fue por ella –pretextando un viaje de trabajo- y en el reencuentro amoroso ella le contó sus romances mientras él tragaba, en la mesa de una heladería, su furia de amar a un ser insensible. Se alejaron, por ella, una vez más. El viejo probó a enamorarse pero ella volvió y apeló a todo para reconquistarlo: escenas de celos, de seducción, de ternura. Insistieron entonces, pese a lo sufrido. Había en esta relación un dolor irrenunciable, un potencial de maltrato y culpa que sus almas perversas no podían dejar atrás. Pasaron los años. El se negó a darle un hijo y ella se negó a comer. Hoy, de repente, la vieja había desaparecido. Ya lo había hecho antes y el viejo recién lo notaba. Cada vez que viajaba, desaparecía. Cayó en cuenta de que nunca le pidieron perdón. De que ella nunca fue capaz de decirle prioricé el placer, la riqueza y la experiencia antes que amarte. Descubrió que su devoción era masoquismo y la de ella, una máscara. Que aquello que tanto temía –porque lo que uno teme que le pase es lo que ya le ha pasado- le venía ocurriendo mil veces, una cada año. Oyó de golpe el estrépito de una casa derrumbándose. Un rayo sordo, un enorme golpe de viento. Ahora sabía que lo querían mal, para hacerle daño, para usarlo, para cobrarse revanchas con seres ya inexistentes. Se levantó, tomó sus cosas y se fue él también, dejando el hogar vacío. Los muebles desaparecían mientras él caminaba hacia la puerta. Al llegar a ella se miró al espejo, lo único que quedaba dentro de esa casa. Tenía 40 años menos. Sonrió y la puerta se abrió sola.
Cuando la vieja volvió no encontró a nadie. Miró hacia la playa por la ventana y sólo pudo ver a un chico alegre que cargaba un morral mientras conversaba con una desconocida.