Escribí mucho alguna vez acerca de los miedos, de los lastres, de las mutaciones tristes que deforman a la gente, y de esos textos -que eran más de 20- he encontrado algunos. Los comparto como base para algo que alguna vez escribiré.
Miedo a la oscuridad
¿Le temes a la oscuridad? Entonces eres sabia como una niña, porque le temes al lado oscuro de la vida y de la gente. Le temes a esos que parecen tener la luz encendida pero andan mintiendo y destruyendo a otros con el pretexto de repartir sonrisas brillantes y abrazos de amor. Tú los ves y corres, y como eres una niña que aún no habla, sólo puedes abrazarte a la pierna de quienes sí te aman. Los ves pasar sonriendo y deseándote buenas vibras y te das cuenta de que son un pozo de dolor y castigo, los ves haciéndose daño a solas y luego, deseosos de más, salir a destruir gente fresca, a comerse la alegría de otros, a partirlos por dentro. Donde los oscuros se abrazan con falso cariño tú ves monstruos que se despedazan unos a otros. Cuando un oscuro captura a un limpio los perros ladran y todos los niños suspiran con tristeza. No temas, niña. Aprende y perdona. Tú también serás aunque sea un poquito oscura, y eso te dará fuerzas para librarte de los demonios que sonríen. Atraviesa la noche y no tiembles. Si brillas más, se espantan. Buscarán otros monstruos. No vendrán por ti.
Miedo a los espejos
De repente sientes pánico, vacío, dolor inconmensurable. Has visto con terror que algo macabro se te apareció al lado, que pasó casi invisible. Te volteas de golpe, sudando frío, para sorprenderlo, y descubres un muro de vidrio y azogue. Y en él, encerrada, tu imagen.
Si le temes a los espejos es porque percibes algo en ti que los demás no ven: Ves a La Muerte que se ha apoderado de tu alma. Porque los humanos nos amamos, y sólo La Muerte aborrece su imagen, odia que tu esqueleto al emerger traicione su escondite, detesta que detrás de tu mirada aparezca la suya, devoradora y triste, porque confunde su mirada con la de alguien más poderoso y teme que la pueden matar. De eso sufren los vampiros, títeres de La Malvada. Si le temes a los espejos, exorcízate. O acabarás chupándole la alegría a los demás con un deseo de conflicto y podredumbre que ni tú mismo podrás entender. Es simple: libérate del deseo de tenerlo todo, vivirlo todo, exprimirlo todo, conocerlo todo. No se trata de no querer vivir, se trata de recibir lo que venga y no forzar al mundo a entregar sus bienes, como si tu deseo lo asaltara. Ese deseo tan poco sabio es diabólico e inhumano: es el deseo de La Muerte de cubrirlo todo con su sombra. Si no puedes renunciar a él, renuncia a ti misma y mátate. Estarás matando a La Muerte. O al menos le darás un susto inmenso al verse descubierta y vencida por sus propias armas.
Una última recomendación: de ser posible, mátate frente a un espejo.
Miedo a no volar
Todas las demás volaban. Ella no. Eran más jóvenes y más afortunadas, y volaban hacia cielos que ella no conocía. Cuando se los describían sonreía con falsa condescendencia pero por dentro el odio de estar atada al piso la enloquecía. Tenía miedo de no lograrlo nunca.
Para sentirse elevada decidió fingir un día que ayudaba a los demás rastreros, a quienes tampoco podían elevarse. Los encontraba desesperados en los precipicios, con la mirada clavada en el horizonte. Los tomaba de un ala y los arrojaba al vacío. Les decía palabras sabias que había oído de sus amigas -las que sí volaban- y les recomendaba no temer, quizás porque sabía que era su miedo el que la había lastrado para siempre. Mató así a muchos que pudieron haber volado si no la hubieran hallado antes. Buscó luego a otras rastreras para mirar juntas desde abajo, con horror e hipocresía, a esas que cubrían el cielo con sus alas. Las odiaban porque no podían. Sus alas eran muñones, sus músculos eran blandos y sus cuerpos, estériles. Su diversión era remedar el vuelo y alabar unas a otras los movimientos de sus articulaciones sin gracia. Después, melancólicas, se sentaban a mirar el mar y guardaban silencio pues sabían que cualquiera, en cualquier momento, si se atrevía a hablar, develaría su mayor temor: el de asumir que nunca nacieron para el cielo. Que fueron creadas para la envidia, para el fracaso, para la tierra. Y ese miedo a conocer los propios miedos es el más paralizante de los terrores. Así, congeladas por su mediocridad, alabándose mutuamente, amándose sin procrear, se reúnen todavía ante un precipicio, frente a un fuego frío. Y ríen, o fingen reír.
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Continuará.