domingo, 29 de noviembre de 2009
Los astronautas vuelven
Yo tenìa nueve años cuando el Apolo 11 alunizó. Eduardo Adrianzén, con un par de años menos, recuerda el evento como todos los que éramos niños, en su obra El día de la luna, con una mezcla de terror, maravilla y cinismo. Todo era posible, desde los ovnis hasta la guerra nuclear. Desde la ouija hasta la luna.
Selene reaparece cuando en el teatro Los Grillos, a los 18 años y dirigido por Sara Joffré, me toca actuar en una obra de un autor francés que no recuerdo llamada La máquina del teatro, traducida por ella, de unos fascículos que llegaban con el sello de ASSITEJ. Y así ha vuelto mil veces más hasta que esta semana recibí una postal de mi amiga, mi queridísima Charo, desde Estados Unidos, con un astronauta en ella y una frase pidiéndome recordar esa obra.
Así se llamaba, Charo: La máquina del teatro. Y aunque no recuerdo el nombre del autor, recuerdo buena parte del libreto y te transcribo la bella canción que, versionada por Joffré, cantábamos como podíamos:
Los cosmonautas
nos quitaron la luna
y el viejo sueño
desapareció.
Por todo lo alto
se la halló
vacía
y nada más
que un desierto quedó.
Desierto helado
de polvo pesado
desierto gris
para tiempos inciertos
fuego y arena
para tiempos grises,
tiempo desierto para el porvenir.
A eso le sumo el interesantísimo libro de mi amigo y pupilo Giuseppe Albatrino, Caminando en la luna, y siento que la luna me llama. Te llamaré.
martes, 24 de noviembre de 2009
Sobre el olvido y la memoria
Los que quieren acabar con la memoria
no quieren hacernos bien: Tienen algo que esconder.
Quienes quieren llenarte de flores la cabeza
están tratando de ocultar sus muertos
enterrados allí mismo
en tu dolor
en tus retinas
en ese jardín secreto que es tu alma.
No cuides tus cosas, cuida tu memoria.
No cuides las formas, cuida tu memoria.
No dejes que el olvido lo administren los demás
como una droga.
Esos cadáveres que siguen protestando
sólo pueden cantar con la voz de tu recuerdo.
Ese pueblo envenenado de mercurio,
esa madre abaleada con sus hijos,
ese pulmón, esas ratas, esos ríos:
No dejes que el olvido los entierre.
No abras la boca, niña, porque ese remedio mata.
La memoria es una piedra gigante y poderosa que rueda
no quieren hacernos bien: Tienen algo que esconder.
Quienes quieren llenarte de flores la cabeza
están tratando de ocultar sus muertos
enterrados allí mismo
en tu dolor
en tus retinas
en ese jardín secreto que es tu alma.
No cuides tus cosas, cuida tu memoria.
No cuides las formas, cuida tu memoria.
No dejes que el olvido lo administren los demás
como una droga.
Esos cadáveres que siguen protestando
sólo pueden cantar con la voz de tu recuerdo.
Ese pueblo envenenado de mercurio,
esa madre abaleada con sus hijos,
ese pulmón, esas ratas, esos ríos:
No dejes que el olvido los entierre.
No abras la boca, niña, porque ese remedio mata.
La memoria es una piedra gigante y poderosa que rueda
sobre los hombres. Algunos
le tienen miedo. Usan traje. Van al teatro.
Esos quieren
Esos quieren
que el olvido
te coma los ojos.
te coma los ojos.
Estoy escribiendo una obra para Gabriela Billotti. La estreno en el 2010 y avanzo textos sueltos que ojalá sepa integrar. Muy pronto... Mi nombre es Gabriela Billotti.
El cuadro es de Salvador Dalí, La persistencia de la memoria.
domingo, 1 de noviembre de 2009
El Club del Odio
No éramos un grupo de amigos: teníamos El club del odio.
Odiábamos a nuestros padres, odiábamos a la vida, nos odiábamos a nosotros mismos. Nuestro único vínculo era querernos mutuamente sólo si permanecíamos juntos, juntos para odiar a quien se nos cruzara. Odiábamos también nuestros empleos, nuestra alegría, nuestros momentos de calma, nuestros cuerpos. Amábamos las dietas, las tareas incumplibles, la envidia, el dolor, la incomodidad. El odio nos movía a ser los mejores, los más bellos y destacados. Nuestras conversaciones no buscaban hacer sentir bien a nadie: hablábamos de inconvenientes, de malestares, del tiempo perdido, de la gente despreciable que nos habíamos encontrado desde la última vez que nos reunimos.
Teníamos muchas normas no dichas. Una era la obligación de no enamorarnos, o de vivir mal el amor, o de conseguir parejas inadmisibles, impresentables, dignas de desprecio o indiferencia. La otra era buscar amigos -fuera del círculo- que estén igualmente intoxicados de rencor, amantes del fracaso o víctimas de sí mismos. Con ellos no había competencia, se parecían a nosotros, pero existía la imposición de no traerlos nunca para poder odiarlos también y para que nos odien por mantenerlos al margen de nuestro grupo, tan atractivo y ameno.
De vez en cuando nos quedábamos sin temas pero, antes de que eso sucediese, al intuirlo, uno de nosotros, hombre o mujer, salía a buscar a alguien feliz. Lo enamoraba, le hacía enfrentar mil pruebas y si no las pasaba era abandonado entre lágrimas y gritos, para traer todo ese odio como alimento y devorarlo en nuestro siguiente encuentro. Pero si la víctima pasaba las pruebas nos reuníamos para aconsejar al nuestro, para que procediese a sabotear la relación con mentiras, con maltrato, con pruebas absurdas e irrealizables. Era una forma de felicidad rara y fascinante pero muy integradora. Las personas alrededor de nosotros que vivían y amaban sin odiar, en cambio, progresaban menos en sus empleos, se casaban con gente anodina, se volvían feas y gordas. A nosotros la combustión del odio nos secaba y acercaba a la perfección.
Pasó el tiempo y el grupo se fue llenando de suicidas, de psicópatas, de delincuentes y corruptos. Nosotros no veíamos nada malo en él e insistíamos en reunirnos hasta que un día no pudimos juntarnos más. Alguno del grupo se enamoró, empezamos a despreciar su mediocridad y aprendimos así a odiarnos entre nosotros. Ahora hablamos mal de esos ex-amigos y, conocedores de sus historias terribles, las derramamos por salas y cafés con falso tono de compasión. Una compasión negra y dulce como el café, como nuestras almas, como el mismo Odio que maneja nuestros labios.
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