Del capítulo 8, Expedición temeraria.
"Más
tarde, comencé a reflexionar sobre la posibilidad de construir una canoa o
piragua, como las que hacían los nativos de aquellas latitudes, incluso sin
herramientas ni ayuda, con un gran tronco de árbol. Esto no solo me pareció posible sino sencillo y me alegré mucho con la idea de hacerlo y de tener más
recursos que los indios o los negros. Mas no consideré las dificultades que
acarreaba dicha tarea, que eran mayores que las que podían encontrar los
indios, como por ejemplo, la necesidad de ayuda para echarla al agua cuando
estuviese terminada. Este obstáculo me parecía mucho más difícil de superar
que la falta de herramientas, por parte de los indios pues ¿de qué me serviría
cortar un gran árbol en el bosque, lo cual podía hacer sin demasiada dificultad
si, después de modelar y alisar la parte exterior para darle la forma de un
bote y de cortar y quemar la parte interior para ahuecarla, debía dejarlo
justo donde lo había encontrado por ser incapaz de arrastrarlo hasta el agua?
Se
podría pensar que, mientras construía la canoa, no había considerado, ni por un
momento, esta situación pues debí haber pensado antes en la forma de llevarla
hasta el agua pero estaba tan enfrascado en la idea de navegar, que ni una vez
me detuve a pensar cómo lo haría. Naturalmente, me iba a resultar mucho más
fácil llevarla cuarenta y cinco millas por mar, que arrastrarla por tierra las
cuarenta y cinco brazas que la separaban de él.
Me
empeñé en construir esta canoa como el más estúpido de los hombres, como si
hubiese perdido totalmente la razón Me agradaba el proyecto y no me
preocupaba en lo más mínimo si no era capaz de realizarlo. No es que la idea de botar la canoa no me asaltara con frecuencia sino que respondía a mis
preguntas con la siguiente insensatez: «Primero ocupémonos de hacerla que, con
toda seguridad, encontraré la forma de transportarla cuando esté terminada.»
Esta
era una forma de proceder descabellada pero mi fantasiosa obstinación
prevaleció y puse manos a la obra. Corté un cedro tan grande, que dudo mucho
que Salomón dispusiera de uno igual para construir el templo de Jerusalén.
Medía cinco pies y diez pulgadas de diámetro en la parte baja y a los veintidós
pies de altura medía cuatro pies y once pulgadas; luego se iba haciendo más
delgado hasta el nacimiento de las ramas. Me costó un trabajo infinito cortar
el árbol. Estuve veinte días talando y cortando la base y catorce más
cercenando las ramas, los brotes y el tupido follaje con el hacha. Después, me
tomó un mes darle la forma del casco de un bote que pudiese mantenerse derecho
sobre el agua. Me tomó casi tres meses excavar su interior hasta que pareciese
un bote de verdad. Hice esto sin fuego, utilizando, únicamente, un mazo y un
cincel y, después de mucho esfuerzo, logré hacer una hermosa piragua, lo
suficientemente grande como para llevar veintiséis hombre y, por tanto, a mí
con mi cargamento.
Cuando
terminé la tarea, estaba encantado. El bote era mucho más grande que cualquier
canoa o piragua, hecha de un solo árbol, que hubiese visto en mi vida. Muchos
golpes de hacha me había costado y no faltaba más que llevarla hasta el agua
y, si lo hubiese conseguido, habría emprendido el viaje más absurdo e
irrealizable que jamás se hubiese hecho.
Todos
mis intentos de llevarla al mar fracasaron, a pesar de mis grandísimos
esfuerzos. La canoa estaba a unas cien yardas del agua y el primer
inconveniente era una colina que se elevaba hacia el río. Para resolver este
problema, decidí cavar el terreno con el fin de hacer un declive. Comencé a
hacerlo y me costó un trabajo inmenso mas ¿quién se queja de fatigas si tiene
la salvación ante sus ojos? No obstante, cuando terminé esta tarea y vencí esta
dificultad, estaba igual que antes porque, como con el bote, me resultaba imposible
mover la canoa.
Entonces
medí la longitud del terreno y decidí hacer una especie de dique o canal para
llevar el agua hasta la piragua ya que no podía llevar esta al agua. Cuando
comencé a ha cerlo y calculé el ancho y la profundidad de la excavación que
debía realizar, me di cuenta de que, sin otro recurso que mis dos brazos, me
tomaría unos diez o doce años terminar esta labor puesto que, la orilla estaba
elevada y, por lo tanto tendría que cavar una zanja de, por lo menos, veinte
pies de profundidad en la parte más alta. Al final también tuve que renunciar a
esta idea, con mucho pesar.
Esto
me causó una gran aflicción y me hizo comprender aunque demasiado tarde, la
estupidez de iniciar un trabajo sin calcular los costos ni juzgar la capacidad
para realizarlo".