jueves, 21 de abril de 2011

Tipos de directores de teatro


He visto muchos tipos de directores de teatro, y los que no he visto me los han contado. Y ninguno de estos tipos asegura el éxito ni el fracaso. Pero al menos, con ver y oír me he divertido mucho.

Hay el director que grita y putea al actor a ver si así entiende. (Ruegas por sus hijos).

Hay el que da indicaciones por media hora o más, hasta que el actor se relaja, o se duerme, o se olvida la letra, o llega el estreno mientras él sigue hablando…

Hay el que escucha y escucha con devoción y dulzura, y luego te dice que hagas lo contrario y te convence solo con decírtelo con devoción y dulzura.

Hay el creativo que cambia toda la obra y te hace sentir metido en un proceso genial.

Hay el creativo que cambia toda la obra todos los días y te hace sentir el tormento de no fijar nunca nada.

Hay el que dice tú sabes, tú puedes, déjate llevar, y con eso logra algo que tú como actor desconoces pero disfrutas como el sexo a oscuras con alguien desconocido.

Hay el que te dice déjate llevar y luego te grita por no haber adivinado lo que él quería que hagas.

Hay el que no dirige y solamente pasa la obra y la pasa y la pasa y no indica nada y la obra crece sola, como una semilla. Aunque se tuerza muchas veces. O se caiga.

Hay el que se preocupa de tonterías todo el tiempo –el color del pelo, la mueca que haces al terminar esa frase, ¡los zapatos del personaje secundario!- y sin embargo tiene éxito.

Hay el que dirige como en la tele, por segmentos, exagerando la emoción y sin preocuparse de tu proceso.

Hay el que se preocupa tanto de tu proceso que más que director parece que has ido a terapia.

Hay el que se divierte y se ríe en los ensayos aunque luego del estreno el público nunca se ría. Y se sigue riendo al fondo de la sala hasta la última función.

Hay el que llega con ideas preconcebidas y te convence de creer que las has creado tú.

Hay el que llega sin ideas y confía en que las imágenes aparezcan.

Hay el que usa el libreto todo el tiempo y lo mira más que a sus actores.

Hay el que tira el libreto y no le preocupa lo que cambias sino lo que haces sentir.

Hay el que vive maniatado por la producción y no pide ni fósforos para no gastar. Y hay el que pide todo como si el productor fuera Donald Trump.

Hay el director que actúa en el papel protagónico y no le importa si los demás lo hacen bien.

Hay el director que se complace con el tono que tú le pongas a tu personaje y el otro, el que te marca hasta los tonos y te hace sentir que no has entendido nada.

Hay el director que trabaja con jóvenes para tener una larga estela de seguidores que van tras él como si fuera tras una diva hollywoodense de los 30, y despotrica y maldice y crea una capilla de adoradores a los que la obra, la verdad, les importa un bledo.

Hay el director que odia a todos sus actores y así puede crear mejor. Hay el que se acuesta con todos los actores para crear mejor pero, si no crea mejor, ya no le importa tanto.

Hay el que todo lo anota. Hay el que todo lo olvida.

Hay directores hombres y directoras mujeres pero en esta tipología eso no importa, y en el teatro tampoco.

Hay los que solo piensan en detalles, hay los que piensan en todo, hay los que descuidan los detalles y hay los que descuidan todo.

Hay directores que aman lo que crearon y hay otros que quieren huir y olvidarlo, sin importarle a ninguno de los dos si hicieron algo genial o miserable.

Hay directores inolvidables para el actor pero olvidables para el público, y viceversa.

Hay directores amigos, directores padres, directores borrachos o sentimentales. Los hay volátiles, dispersos, suicidas, febles, despóticos, obedientes, rugientes, zen, solidarios, explosivos, empáticos, felices y tristes. Y todos son el mismo. Y son uno cada día o son varios a la vez.

Hay un director por cada millón de personas. Hay un millón de personas dentro de cada director.


En la foto, Paata Tsikurishvili.

domingo, 17 de abril de 2011

La palabra quieta



Jamás podrás cortarte el dedo con los bordes filudos de un iPad, ni con un Kindle, ni con ningún libro electrónico.
Jamás podrás acumular dentro de tu Kindle los boletos del micro que te llevó a esa primera cita, a tu primer día de trabajo, al atardecer en Barranco donde conociste esa canción.
Nunca podrás arruinar el texto de un iPad con tu lapicero sufriendo esa doble sensación de arruiné mi libro pero a la vez ahora hay ideas mías dentro de él.
Nunca podrás doblarle una esquinita para marcar algo que ya no recuerdas qué es.
No podrás leer dos hojas al mismo tiempo con la emoción de que se te cierren por accidente.
No te sorprenderás encontrando una nota, un dibujito, una postal.
No olerás –como en un libro- la hoja que pusiste a secar y se perdió, o el perfume de la mujer que te lo regaló, o el olor a tabaco que le impregnaste entonces, cuando fumabas.
No verás iPads ni Kindles acumularse sobre tus mesas, en tus anaqueles, en el escritorio, compitiendo con el lomo para llamar tu atención.
Nunca podrás arrancarle una hoja en blanco para tomar notas urgentes, ni meterlo doblado en tu cartera, ni matar un mosquito con él, ni cometer esos sacrilegios inocentes que solo se viven con las cosas queridas.
Nunca encontrarás un huequito en él, como nunca encontraste en un libro la polilla al final del agujero.
No te darán alergia. No te obligarán a lamerte el dedo. Nunca sentirás que mientras tú estás acá, donde sea que estés, él está en un punto fijo, esperando por ti, extrañando la tensión de tus pulgares para evitar que se cierre.
Nunca lo usarás de almohada. 
Nunca te torcerán la espalda llenándote la mochila. 
Nunca arderán por ti.


miércoles, 13 de abril de 2011

La voz que corta


Soy la muchacha mala de la historia


Soy

La muchacha mala de la historia
La que fornicó con tres hombres
y le sacó cuernos a su marido.

Soy la mujer
que lo engaño cotidianamente
por un miserable plato de lentejas,
la que le quitó lentamente su ropaje de bondad
hasta convertirlo en una piedra
negra y estéril
Soy la mujer que lo castró
con infinitos gestos de ternura
y gemidos falsos en la cama

Soy
la muchacha mala de la historia.


Poema de María Emilia Cornejo, peruana.

martes, 5 de abril de 2011

Cerrado y dicho.


Te agradezco todo lo que me has dado.
Lo bendigo y te lo devuelvo con amor para que lo repartas, lo guardes, lo hagas fuego.
Prometo aprender del recuerdo del dolor, que es otro dolor en sí mismo.
Prometo recordar las sonrisas, los libros, las historias bien contadas.
Prometo llevarme las palabras de mis amigos, las canciones de mis hijas y los silencios de mi madre.
Prometo volver hecho pura energía para cuidar a mis hijas y a las mujeres que amé y me enseñaron que amar es sentir todo y no tener nada.
Las despedidas fueron lo más terrible. Aprendí que todo lo que me dabas era solo material de desecho, cosas regaladas para ser perdidas, recuerdos absurdos atados a una vida llena de sentido.
¿Volveré a ver amanecer? ¿Volveré a sentir alegría? ¿Volveré a querer?
Te devuelvo lo mejor porque me diste todo con cariño, Dios, hasta lo malo.
¿Pagué mis culpas? ¿Lloré creyendo que no merecía el dolor?
Te devuelvo todo menos las preguntas. Porque las dudas son mías, y me hacen puro, y a la vez que me hacen sufrir, me iluminan la sonrisa.
Vuelve a darme lo que quieras. Sé que el tiempo ha pasado para mí.


lunes, 4 de abril de 2011

El torrente deshecho




V
Ven y apoya tu semblante
sobre mi semblante yerto,
para que en una se fundan
las lágrimas que vertemos.
Tu corazón contra el mío
aprieta en abrazo estrecho,
para que abrasarlos pueda
la llama de un solo fuego.
Y cuando de nuestro llanto
corra el torrente deshecho
sobre la llama que ardiente
va nuestro ser consumiendo;
y cuando ciña mi brazo
tu talle leve y esbelto,
en un transporte de dicha
espiraré satisfecho.


Un detalle, una minucia, apenas unos versos de L’intermezzo del poeta romántico alemán Heinrich Heine.