Hay el director que grita y putea al actor a ver si así entiende. (Ruegas por sus hijos).
Hay el que da indicaciones por media hora o más, hasta que el actor se relaja, o se duerme, o se olvida la letra, o llega el estreno mientras él sigue hablando…
Hay el que escucha y escucha con devoción y dulzura, y luego te dice que hagas lo contrario y te convence solo con decírtelo con devoción y dulzura.
Hay el creativo que cambia toda la obra y te hace sentir metido en un proceso genial.
Hay el creativo que cambia toda la obra todos los días y te hace sentir el tormento de no fijar nunca nada.
Hay el que dice tú sabes, tú puedes, déjate llevar, y con eso logra algo que tú como actor desconoces pero disfrutas como el sexo a oscuras con alguien desconocido.
Hay el que te dice déjate llevar y luego te grita por no haber adivinado lo que él quería que hagas.
Hay el que no dirige y solamente pasa la obra y la pasa y la pasa y no indica nada y la obra crece sola, como una semilla. Aunque se tuerza muchas veces. O se caiga.
Hay el que se preocupa de tonterías todo el tiempo –el color del pelo, la mueca que haces al terminar esa frase, ¡los zapatos del personaje secundario!- y sin embargo tiene éxito.
Hay el que dirige como en la tele, por segmentos, exagerando la emoción y sin preocuparse de tu proceso.
Hay el que se preocupa tanto de tu proceso que más que director parece que has ido a terapia.
Hay el que se divierte y se ríe en los ensayos aunque luego del estreno el público nunca se ría. Y se sigue riendo al fondo de la sala hasta la última función.
Hay el que llega con ideas preconcebidas y te convence de creer que las has creado tú.
Hay el que llega sin ideas y confía en que las imágenes aparezcan.
Hay el que usa el libreto todo el tiempo y lo mira más que a sus actores.
Hay el que tira el libreto y no le preocupa lo que cambias sino lo que haces sentir.
Hay el que vive maniatado por la producción y no pide ni fósforos para no gastar. Y hay el que pide todo como si el productor fuera Donald Trump.
Hay el director que actúa en el papel protagónico y no le importa si los demás lo hacen bien.
Hay el director que se complace con el tono que tú le pongas a tu personaje y el otro, el que te marca hasta los tonos y te hace sentir que no has entendido nada.
Hay el director que trabaja con jóvenes para tener una larga estela de seguidores que van tras él como si fuera tras una diva hollywoodense de los 30, y despotrica y maldice y crea una capilla de adoradores a los que la obra, la verdad, les importa un bledo.
Hay el director que odia a todos sus actores y así puede crear mejor. Hay el que se acuesta con todos los actores para crear mejor pero, si no crea mejor, ya no le importa tanto.
Hay el que todo lo anota. Hay el que todo lo olvida.
Hay directores hombres y directoras mujeres pero en esta tipología eso no importa, y en el teatro tampoco.
Hay los que solo piensan en detalles, hay los que piensan en todo, hay los que descuidan los detalles y hay los que descuidan todo.
Hay directores que aman lo que crearon y hay otros que quieren huir y olvidarlo, sin importarle a ninguno de los dos si hicieron algo genial o miserable.
Hay directores inolvidables para el actor pero olvidables para el público, y viceversa.
Hay directores amigos, directores padres, directores borrachos o sentimentales. Los hay volátiles, dispersos, suicidas, febles, despóticos, obedientes, rugientes, zen, solidarios, explosivos, empáticos, felices y tristes. Y todos son el mismo. Y son uno cada día o son varios a la vez.
Hay un director por cada millón de personas. Hay un millón de personas dentro de cada director.
En la foto, Paata Tsikurishvili.