Levanté a
todos y les di de desayunar tristeza. La calenté en el microondas. La
serví salada y tibia. Se la bebieron y luego la rumiamos en silencio, diciendo
frases tontas y tratando de cubrir el sol con un cuento de familia. Éramos
cuatro a la mesa pero en verdad éramos solo uno y otro y otro y otro. Hablamos.
Torcimos las bocas. Comimos sin salud. Y cuando miramos de nuevo nuestras tazas
estaban llenas otra vez, repletas hasta el borde pero aun más saladas. Nos dio risa y después pena y
después todo se transformó en rabia y silencio y respiraciones sonoras como el famoso
corazón escondido bajo las tablas del comedor. Debí llenarlas de amor pero la caja estaba vacía. Así hay días. Éramos dos niños y dos adultos,
pero los adultos eran los niños y viceversa y todo a la vez. Volvimos a
beberla. Dejé la mesa sucia. Salimos. Vendrá el tiempo y recogerá las frases muertas, los
cubiertos ensangrentados, el silencio amargo, el dolor que se acumula como una capa de polvo que de
tan repetida no se ve. Y ojalá se lleve también esas cuatro frutas secas que murieron esta mañana en el centro de mi mesa fría.