jueves, 5 de abril de 2007

TEATRO DE LA AUSENCIA

El dolor menos admitido de nuestros tiempos es el pequeño y constante dolor de la ausencia cotidiana.
Primero nos lo da la vida –como un traficante que endulza a sus futuros viciosos– pero luego nosotros mismos dejamos de apreciar lo presente para enfocarnos en el vacío, para usarlo como acicate en nuestras carreras hacia ningún lado.
Eso construye los sueños de los adolescentes –encontrar lo perdido, convertido en algo valioso– y la locura de los solitarios, la tristeza de los inconformes, la insatisfacción de quienes ven las butacas vacías, la cama incompleta, la cita que no fue.
El vicio de la ausencia se niega mucho pero se sufre más porque en estos tiempos de ganadores, el perdedor parece ser un voluntario más que una víctima y la compasión, una pérdida de tiempo.
Pero el amor por la ausencia, innombrable, sigue allí como un rescoldo y nos incendia de golpe cada tanto. Quema sin piedad a los niños a solas, a los adolescentes perdidos, a todos aquellos que no la buscaron pero que luego, con los años, querrán volverla a sentir. Para eso tal vez –también– es el teatro. Para que este mundo que sobrevalora lo que tiene vuelva a recordar que lo esencial le falta. Que hay ideas, momentos y personas dolorosa e irremediablemente ausentes. Y que para ser felices, a pesar de todo, debemos dejar de mirar esa silla donde no hay nadie y construir con los presentes las compañías, los personajes y los eventos que nunca tendremos.
Eso también –tal vez– es el teatro. Reconstruir. Representar.

(Así iba a llamarse el libro con dos obras mías –Super Popper y El Último Barco- que se editará este año, y este iba a ser el prólogo. Pero Miguel Rubio, director del admirable grupo Yuyachkani, ha publicado El Cuerpo Ausente, enfocando la ausencia desde otro ángulo mil veces más poderoso e importante: el de los desaparecidos en la guerra interna que vivió el Perú en los 90. Cambiaré el título y el prólogo).

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