Ella lo pintó hace más de 15 años. Nos conocimos en la cola del teatro donde me habló maravillas de una obra que acababa de ver, y a mí me costó días decirle que yo era el autor. Mi obra no era tan maravillosa, pero ella sí. Su carácter, su inteligencia y su talento me acompañan todavía como ejemplos de vida. Nuestra relación terminó mal -por mi infinita incapacidad de enredarlo todo- pero mi admiración por ella seguía tan presente como sus cuadros, que me acompañaron aun después de que ella se fue. Formé una familia y mi mujer aceptó que esos cuadros fueran parte de la casa. Me separé y al llevármelos me di cuenta de que no me pertenecían. De que eran tan bonitos que conservarlos era quitarle algo a quien los pintó. La busqué y se los devolví. Tuvimos un diálogo telefónico brevísimo. No la vi. Los dejé con el vigilante. Me sentí etéreo y liberado, feliz, entero. Como el ser que surgía del cuadro que fotografié malamente en el carro, antes de que el huachimán lo recibiera con escepticismo. Oí una niña reírse durante la llamada. Mi hija quiere ser pintora. Yo también sonreí.
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