domingo, 1 de noviembre de 2009
El Club del Odio
No éramos un grupo de amigos: teníamos El club del odio.
Odiábamos a nuestros padres, odiábamos a la vida, nos odiábamos a nosotros mismos. Nuestro único vínculo era querernos mutuamente sólo si permanecíamos juntos, juntos para odiar a quien se nos cruzara. Odiábamos también nuestros empleos, nuestra alegría, nuestros momentos de calma, nuestros cuerpos. Amábamos las dietas, las tareas incumplibles, la envidia, el dolor, la incomodidad. El odio nos movía a ser los mejores, los más bellos y destacados. Nuestras conversaciones no buscaban hacer sentir bien a nadie: hablábamos de inconvenientes, de malestares, del tiempo perdido, de la gente despreciable que nos habíamos encontrado desde la última vez que nos reunimos.
Teníamos muchas normas no dichas. Una era la obligación de no enamorarnos, o de vivir mal el amor, o de conseguir parejas inadmisibles, impresentables, dignas de desprecio o indiferencia. La otra era buscar amigos -fuera del círculo- que estén igualmente intoxicados de rencor, amantes del fracaso o víctimas de sí mismos. Con ellos no había competencia, se parecían a nosotros, pero existía la imposición de no traerlos nunca para poder odiarlos también y para que nos odien por mantenerlos al margen de nuestro grupo, tan atractivo y ameno.
De vez en cuando nos quedábamos sin temas pero, antes de que eso sucediese, al intuirlo, uno de nosotros, hombre o mujer, salía a buscar a alguien feliz. Lo enamoraba, le hacía enfrentar mil pruebas y si no las pasaba era abandonado entre lágrimas y gritos, para traer todo ese odio como alimento y devorarlo en nuestro siguiente encuentro. Pero si la víctima pasaba las pruebas nos reuníamos para aconsejar al nuestro, para que procediese a sabotear la relación con mentiras, con maltrato, con pruebas absurdas e irrealizables. Era una forma de felicidad rara y fascinante pero muy integradora. Las personas alrededor de nosotros que vivían y amaban sin odiar, en cambio, progresaban menos en sus empleos, se casaban con gente anodina, se volvían feas y gordas. A nosotros la combustión del odio nos secaba y acercaba a la perfección.
Pasó el tiempo y el grupo se fue llenando de suicidas, de psicópatas, de delincuentes y corruptos. Nosotros no veíamos nada malo en él e insistíamos en reunirnos hasta que un día no pudimos juntarnos más. Alguno del grupo se enamoró, empezamos a despreciar su mediocridad y aprendimos así a odiarnos entre nosotros. Ahora hablamos mal de esos ex-amigos y, conocedores de sus historias terribles, las derramamos por salas y cafés con falso tono de compasión. Una compasión negra y dulce como el café, como nuestras almas, como el mismo Odio que maneja nuestros labios.
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