Pasó por Lima, y por el teatro donde estaban poniendo una obra mía, Carlos Espinosa Domínguez, investigador teatral que ha puesto el ojo sobre el teatro peruano y lo analiza en los últimos años con profusión y esmero, llevando nuestra creación a miles de personas que, fuera del país, poco saben de ella. Me regaló algunos libros de su autoría -que ya comentaré- y el número 332 de la revista Primer Acto, que incluye un rico dossier dedicado al teatro peruano, con textos de Ernesto Ráez, Tomás Temoche, Miguel Rubio y el mismo Espinosa, además de la obra Vladimir de Alfonso Santisteban. Lo leo y releo –porque confieso que de la crítica inteligente y de los análisis sociales salen muchas buenas obras- y lo recomiendo.
Copio una pequeña parte del editorial ardiente e inteligente que escribe el director de Primer Acto, José Monleón.
IV
Surge aquí una cuestión fundamental: ¿Puede el mundo de hoy encontrar en la experiencia política sus caminos para el futuro? Amin Maalouf, en su sugestivo libro El desajuste del mundo, acaba de decirnos que no. Transcribo de su prólogo el siguiente párrafo:
“En la etapa actual de su evolución, la humanidad se enfrenta a peligros nuevos, sin parangón en la historia, y que requieren soluciones mundiales inéditas; si nadie da con ellas en un futuro próximo, no podremos preservar nada de cuanto constituye la grandeza y la hermosura de nuestra civilización; ahora bien, hasta el día de la fecha, pocos indicios hay que permitan esperar que los hombres vayan a saber superar sus divergencias, elaborar soluciones creativas y, luego, unirse y movilizarse para empezar a aplicarlas; hay incluso muchos síntomas que hacen pensar que el desajuste del mundo está ya en una fase avanzada, y que será difícil impedir un retroceso”.
Maalouf pasa revista a una sucesión de episodios de la historia contemporánea y nos coloca, en cada caso, ante desenlaces que dejan abierta una cuenta pendiente, y reavivan viejas querellas religiosas, culturales, territoriales, ideológicas, sociales y de muy diverso carácter. Es lógico que millones de seres humanos piensen que, si la historia ha seguido así hasta hoy, cambiando simplemente el nombre de los vencedores y de las víctimas, no hay ninguna razón para que no siga igual en adelante. Contra esa idea se rebelan una serie de hechos que han alterado las bases de la realidad. Simplifiquemos: la comunicación ha establecido una nueva relación entre la diversidad. Cierto que todavía hay autoridades que vulneran la legalidad para no empadronar a los inmigrantes, y que ilustres gobernantes europeos parecen añorar el Holocausto para acabar con la inmigración; cierto que del orden político y económico que impide el desarrollo de continentes enteros –la patria originaria de la emigración- no se responsabiliza nadie; cierto que para algunos los mil doscientos millones de hambrientos, con su cuota diaria de muertos, simplemente no existen; cierto que algunos se burlan del cambio climático; cierto que el desarrollo del armamento parece inseparable de la normalidad… Inesperadamente, en vez de las respuestas racionales y coherentes, surgen profundas regresiones, nostalgias tribales, fantasmas religiosos, que ocupan el lugar del nuevo discurso político y económico que solicita la humanidad. ¿Qué hacer? Parece que plantearse la cuestión es tanto como desoír las demandas inmediatas de nuestra época. Pienso que eso es una expresión más de la pobreza de nuestra experiencia política.
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