miércoles, 18 de abril de 2007

El anillo perdido

Cuando Natalia pidió la quinta copa de vino su amiga Inés sonrió satisfecha. Sonrieron también los dos amigos de su amiga, que habían ido a conocerla y de los cuales uno no dijo casi nada en toda la noche mientras el otro hablaba y hablaba sin dejar de mirarla a los ojos. Natalia notó que algo le faltaba. Se tocó el dedo y dijo: mi anillo. Sintió llegar la embriaguez cuando se agachó a buscarlo en el suelo. Arrastrándose bajo la mesa se reprendía por haberlo dejado caer, sabiendo lo mucho que significaba este anillo para ella y para el hombre que la esperaba en casa sin saber de la salida con Inés, de los dos amigos, de las cinco copas. Inés se quedó sentada, divertida, impasible ante la pérdida. El amigo mudo también permaneció inmóvil. El segundo en cambio tanteaba en la arena del bar playero con verdadero interés, pero no por el anillo. Natalia dijo en voz alta algo que ya no recuerda –cómo he sido tan tonta o algo así- y su amiga desde arriba respondió algo que parecía haber repetido varias veces sin ser oída: nunca trajiste puesto ningún aro. Natalia, a gatas sobre el piso oscuro, trató de recordar algún detalle del objeto perdido y nada vino a su mente. Ni su color, ni su forma, ni siquiera el momento obligatoriamente inolvidable en que suponía haberlo recibido como obsequio del ausente. Se congeló, pasmada. Su búsqueda perdió todo sentido. Descubrió que en su habitación la esperaba sólo una cama vacía. Quiso llorar mientras gateaba. Levantó los ojos y vio los de él, que no dejaban de mirar los suyos y estaban demasiado cerca.

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