“La primera persona con la que mi amigo J. compartió profundamente a Sabina –porque le gustaba compartir canciones, como a todo ser humano- fue una enamorada muy formal, M., cuyo lado hippie lo formaba el haber estudiado comunicaciones en la Universidad de Lima y lo completaba su culto por Joaquín. Fue con ella a un concierto en la Costa Verde en el cual lo anunciaban como el Arjona español. El la dejó cuando M. estaba a punto de convencerlo de comprar una casa en la playa, cerca de Asia, o peor aún, de compartir canciones de Arjona.
La segunda persona que lo unió a Sabina lo hizo a través del odio. Nuestro amigo N., joven publicista que trató de salir conmigo, lo calificaba de autor “fácil, efectista y barato”, y citaba para denigrarlo una canción muy mala de Joaquín: no me gus- no me gus- no me gusta el rap… A la novia de N. este cantautor la chiflaba tanto que acabó viviendo en Barcelona. El nunca lo supo, pero yo me enteré en el baño.
El tercer contacto de J. con el español fue a través de su última enamorada, H., quien amaba al cantante y entonaba a gritos en su auto yo quería dormir contigo y tú no querías dormir sola… y nos dieron las diez y las once… El reía de verla feliz y le grababa más canciones de Sabina y de Bebé, con quien ella compartió un tema que hablaba de libertad y que decía algo como y la dejaste volar, pero sólo tú sabías que así tenía que ser…
Ella, que decía amarlo como a nadie en su vida, lo dejó repentinamente -como nadie lo había dejado en su vida- para irse a estudiar a New York. El viaje lo planificaron ambos para que ella crezca, pero la ruptura fue un aporte personal de H. para el crecimiento de J. Yo me lo olí y se lo dije, pero como lo quiero mucho no me quiso escuchar.
Sin embargo siguieron escribiéndose, H. muerta de frío y J. muerto de amor. Ella soñando con aprender más y él despertando del sueño de volverla a ver. Con los meses el azar llevó a J. a un congreso en Europa, donde ella estudiaba ahora, y decidieron encontrarse pocos días en una ciudad de la Costa Azul. Ella nunca le dijo que quería volver con él, pero trataba de retenerlo por si en el futuro lo necesitaba. El estaba dispuesto a dejarla volar porque había entendido que entre los sueños de ella estaba amarlo mucho, pero sólo después de haberse amado mucho a sí misma. Mientras la esperaba en el pequeño aeropuerto francés, me contó que sonó de improviso una canción de Sabina: yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid… Mala señal, dijo él, pues ella ya tenía un par de meses en España y moría de ganas de quedarse más tiempo. Pero Sabina se les olvidó a los dos cuando se vieron, se besaron –mientras H. levantaba un piececito- y se fueron a vivir el amor de día, de noche, en la playa y lejos de ella. No me contó más detalles ni quise escucharlos.
Hartos de caminar de la mano, de reconocerse, de quererse sin pensar en proyectos ni errores, se detuvieron en una heladería donde ella le habló de sus viajes por Granada, Sevilla, Huelva y mil esquinas más. El sonreía en silencio mientras trataba de reconocer qué canción sonaba en esa radio a todo volumen opacada por las voces de turistas coreanos, italianos y daneses. De repente, ella le preguntó qué opinaba de esos romances que surgen de la nada y no valen nada en la vida. El no comprendió y le pidió explicarse. Ella le dijo: esos encuentros de una noche que luego no significan gran cosa… El le dijo lo que pensaba, que si no valen nada, pues eso.
La segunda persona que lo unió a Sabina lo hizo a través del odio. Nuestro amigo N., joven publicista que trató de salir conmigo, lo calificaba de autor “fácil, efectista y barato”, y citaba para denigrarlo una canción muy mala de Joaquín: no me gus- no me gus- no me gusta el rap… A la novia de N. este cantautor la chiflaba tanto que acabó viviendo en Barcelona. El nunca lo supo, pero yo me enteré en el baño.
El tercer contacto de J. con el español fue a través de su última enamorada, H., quien amaba al cantante y entonaba a gritos en su auto yo quería dormir contigo y tú no querías dormir sola… y nos dieron las diez y las once… El reía de verla feliz y le grababa más canciones de Sabina y de Bebé, con quien ella compartió un tema que hablaba de libertad y que decía algo como y la dejaste volar, pero sólo tú sabías que así tenía que ser…
Ella, que decía amarlo como a nadie en su vida, lo dejó repentinamente -como nadie lo había dejado en su vida- para irse a estudiar a New York. El viaje lo planificaron ambos para que ella crezca, pero la ruptura fue un aporte personal de H. para el crecimiento de J. Yo me lo olí y se lo dije, pero como lo quiero mucho no me quiso escuchar.
Sin embargo siguieron escribiéndose, H. muerta de frío y J. muerto de amor. Ella soñando con aprender más y él despertando del sueño de volverla a ver. Con los meses el azar llevó a J. a un congreso en Europa, donde ella estudiaba ahora, y decidieron encontrarse pocos días en una ciudad de la Costa Azul. Ella nunca le dijo que quería volver con él, pero trataba de retenerlo por si en el futuro lo necesitaba. El estaba dispuesto a dejarla volar porque había entendido que entre los sueños de ella estaba amarlo mucho, pero sólo después de haberse amado mucho a sí misma. Mientras la esperaba en el pequeño aeropuerto francés, me contó que sonó de improviso una canción de Sabina: yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid… Mala señal, dijo él, pues ella ya tenía un par de meses en España y moría de ganas de quedarse más tiempo. Pero Sabina se les olvidó a los dos cuando se vieron, se besaron –mientras H. levantaba un piececito- y se fueron a vivir el amor de día, de noche, en la playa y lejos de ella. No me contó más detalles ni quise escucharlos.
Hartos de caminar de la mano, de reconocerse, de quererse sin pensar en proyectos ni errores, se detuvieron en una heladería donde ella le habló de sus viajes por Granada, Sevilla, Huelva y mil esquinas más. El sonreía en silencio mientras trataba de reconocer qué canción sonaba en esa radio a todo volumen opacada por las voces de turistas coreanos, italianos y daneses. De repente, ella le preguntó qué opinaba de esos romances que surgen de la nada y no valen nada en la vida. El no comprendió y le pidió explicarse. Ella le dijo: esos encuentros de una noche que luego no significan gran cosa… El le dijo lo que pensaba, que si no valen nada, pues eso.
Entonces ella le contó que había tenido uno, pero no hace tiempo, sino hacía pocas semanas, cuando conoció a alguien en un bar de Granada y…
Y J. no quiso escuchar más y se acordó de Sabina, y sin oírla, como cuando una bomba ensordece a los soldados de las películas, la vio mover la boca cuando en verdad la imaginaba caminito al hostal, besándose en cada farola, y luego desnuda al amanecer bajo la luna, y un largo etcétera sabinesco que lo hizo reír y sentirse muy sabio, y luego, o al mismo tiempo, muy estúpido. Quiso disimular pero no pudo. El viaje se agrió y el futuro también. Y aunque ella volvió a Lima J. no volvió a verla, o se la cruzó por casualidad, y el porvenir dejó de ser lo que había sido y los discos de Sabina se fueron a la basura, junto con Bebé y otros de esa parvada, que volaron por la ventana o fueron regalados con falsa amabilidad, como quien se deshace de un objeto maldito sin dejar entrever el daño que hace.
Todo esto me lo contó J. este sábado mientras, en un bar, nos emborrachábamos luego de que me recogiera, vestida de negro, del matrimonio de mi prima. No había venido acá –me dijo- desde antes de que ella se vaya. Y yo pensé que volvía con la ilusión de reencontrarla, pero no se lo dije porque el desatino de los hombres las mujeres lo ignoramos. Esa era nuestra canción, me gritó sonriendo con amargura, que es como lloran los hombres, sin un solo gesto. Me quedé callada. Escuché la letra. No reconocí al grupo pero sí el título de la canción. Se llama –se llamaba, se llamará- Give a little respect.”
Y J. no quiso escuchar más y se acordó de Sabina, y sin oírla, como cuando una bomba ensordece a los soldados de las películas, la vio mover la boca cuando en verdad la imaginaba caminito al hostal, besándose en cada farola, y luego desnuda al amanecer bajo la luna, y un largo etcétera sabinesco que lo hizo reír y sentirse muy sabio, y luego, o al mismo tiempo, muy estúpido. Quiso disimular pero no pudo. El viaje se agrió y el futuro también. Y aunque ella volvió a Lima J. no volvió a verla, o se la cruzó por casualidad, y el porvenir dejó de ser lo que había sido y los discos de Sabina se fueron a la basura, junto con Bebé y otros de esa parvada, que volaron por la ventana o fueron regalados con falsa amabilidad, como quien se deshace de un objeto maldito sin dejar entrever el daño que hace.
Todo esto me lo contó J. este sábado mientras, en un bar, nos emborrachábamos luego de que me recogiera, vestida de negro, del matrimonio de mi prima. No había venido acá –me dijo- desde antes de que ella se vaya. Y yo pensé que volvía con la ilusión de reencontrarla, pero no se lo dije porque el desatino de los hombres las mujeres lo ignoramos. Esa era nuestra canción, me gritó sonriendo con amargura, que es como lloran los hombres, sin un solo gesto. Me quedé callada. Escuché la letra. No reconocí al grupo pero sí el título de la canción. Se llama –se llamaba, se llamará- Give a little respect.”
3 comentarios:
y será que amores que matan nunca mueren.
Divino el punto de vista desde el cual contás la historia. Podés saber más de esa chica que de J. o de H. Talvvez debiste mencionar sus edades...
merde...
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