Hay alguien que confía en la humanidad. Es el hombre que
deja su cepillo de dientes en el baño de la oficina.
A veces está. A veces no. Pero cuando aparece, inmóvil sobre
la caja de papel toalla, el asombro nos devora. ¿Es un olvido? ¿Un acto de
valor?
Un cepillo de dientes es un órgano corporal, casi un retazo
de tu alma. Dejarlo es dejar tu sonrisa, tu salud y hasta tu futuro en manos de
desconocidos. Pero ¿no se trata de eso la confianza? ¿No es ese el trance
previo a la muerte, el momento en que te descompones de golpe y un desconocido
llama a una ambulancia, otro te atiende, otro te toma la mano fingiendo
entender tu despedida? ¿Y no es la vida entera ese trance previo que nos pone a
merced de cualquiera?
Queremos hacerle maldades. Meterlo en el agua sucia. Tirarlo
al basurero inmundo para después reponerlo en su lugar. Mearlo, escupirlo,
envenenarlo. Pero él nos mira impasible. Él es a su vez, su dueño. Es el hombre
que confía. Quieto allí a nuestro lado mientras nos lavamos las manos nos dice:
soy más fuerte que cualquiera, venzo al tiempo, al miedo, a tus malas acciones.
Entonces nos hacemos pequeños ante él. Lo ignoramos como
cuando coincidimos con alguien temible en un baño público. Sentimos que hay un
hombre enorme sujetándolo, invisible a nuestro lado, y temblamos ante su
presencia. No aparece en el espejo pero el calor del bulto nos empuja. Es el optimista
que confía en los demás. El hombre que deja su cepillo de dientes en el baño de
la oficina es el jefe de todos nosotros, o parece serlo, o merece serlo.
Inmenso y evidente pero no visible, como un meteorito del que solo vemos el
cráter. Haremos chistes hasta el fin de los tiempos. Temblaremos en sueños.
Nunca sabremos quién es.
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