La Ociosidad es tu Dios. Flojera, Dejadez, sus nombres cambian con cada cultura pero el Dios es el mismo. Por él sacrificas tu carrera y tus hijos. Tus grandes logros y los momentos más divertidos de tu vida nunca se dieron porque los hiciste arder en la hoguera como tributo a tu Dios, ese que no duerme para obligarte a dormir a ti.
Hay dos maneras de rendirle tu vida: dejando de hacer todo lo que debes hacer o cambiando las dos o tres cosas importantes de tu existencia por un millar de pequeñas tonterías. Tu Dios te pide dejar las cosas incompletas, quitarle importancia a los pendientes, hacer promesas que nunca cumplirás. Su adoración te vuelve filósofo: en vez de decir “ordenaré mi escritorio porque es un caos” dices “es bueno tener todo a mano y que las cosas se interconecten” o en vez de “mi casa huele a perro y está llena de pelos” filosofas y dices “un animal debe ser percibido porque así la convivencia nos demuestra nuestra propia animalidad”, etc.
También te vuelve defensor de grandes tradiciones y valores: no barro porque de noche no se barre, no taladro porque la bulla ofende a los vecinos, no me peino porque así defiendo la libertad.
Tu Dios exige plegarias que tú le repites siempre que puedes: mejor mañana, eso queda muy lejos, por qué me voy a apurar, le voy a decir a alguien que lo haga por mí… Y cuando te oímos decirlas te vemos ganado por su influencia destructiva, te tenemos pena, te sentimos perdido para siempre como a un zombie, como a un adicto irrecuperable y locuaz que repite sonriendo “estoy más sano que nunca”.
Ese Dios puede morir. Cuando desprecias todo lo que te distrae y te pones a hacer lo que debes, muere. Cuando decides concentrarte en algo no cinco minutos sino cinco horas, muere. Cuando abarcas todas las tareas que la vida te ha dado y no solamente las fáciles o las inmediatas, muere. Cuando controlas tus progresos. Cuando haces lo importante. Cuando te dedicas.
Mátalo todos los días.
Mátalo todas las veces que puedas y resucitarás.
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