viernes, 13 de julio de 2007

Vienen las palabras


Feliz. Voy a presentar un libro con dos obras mías: El último barco y Superpopper. Tal vez se venda ya en la Feria del Libro este mes de julio, de hecho se presenta en agosto en Crisol. Como adelanto, un monólogo que forma parte de la primera obra. Muy largo para mis posts, pero la alegría es larga.

XVIII
(El abuelo uniformado, con una medalla en la mano, habla con la sombra de otro bombero).

Señor Comandante General del Cuerpo de Bomberos del Perú, nombrado en 1917 y muerto en 1943, representado por el oficial Oscar Mendieta. Con la mayor cortesía lo he convocado a este sueño porque me veo en el imperativo moral de retornarle la Medalla al Valor que me entregara en 1929, y a pedirle castigo ejemplar para un impostor y mal bombero, el que habla. ¿Se acordará de mí? Cabo Salvador Barco, Medalla al Valor, imagínese: ¡si he sido un cobarde! ¿Recordará cómo me la dieron? Yo tenía 20 años cumplidos y uno de voluntario cuando ocurrió el gran incendio. Y aunque dicen que arriesgué mi vida, que di todo de mí, que entré al fuego a salvar gente como quien se mete a una tina, es falso. Hasta meterme en una tina me resultó... tan difícil. Sí, saqué tres o cuatro personas, tal vez 20, pero no fue nada del otro mundo. ¡40 cuadras ardiendo daban tantas oportunidades de ser héroe! Pero en medio de todo yo pecaba.
Estaba enamorado y en vez de salvar más personas me distraía pensando en ella. Vivía frente a mi casa, en Santa Beatriz. Yo la veía todas las noches desde mi ventana. Su ropa caía, mis manos se mojaban y mi boca se secaba. Nunca llegué a hablarle. Era tan pura, tan blanca, tan ajena. Tenía 16 años y no sabía que la espiaba. Pensaba en ella cuando apagaba una casa, una carreta o lo que sea. Por eso ponía tanto ardor en mi tarea. Por eso gané la medalla que hoy devuelvo porque esconde mi pecado, mi pasión, mi cobardía. Yo mojaba rescoldos pensando que la cubría, que la besaba, ella era la llama y yo la manguera. Y en esa época esperaba esta medalla, la ceremonia, las fotos en el diario La Prensa para ganarme aunque sea una mirada de ella, un poco de amor calladito y lejano. Eso me hizo correr cuando oí la alarma, salí del bar, llegué a la Bomba, me vestí y me dijeron: “¡40 cuadras arden!” Y yo respondí para ella, en silencio: “hoy por ti me hago héroe”. Salimos de rojo los bomberos de moco negro y casi me muero al ver que esas 40 cuadras eran ¡las de Santa Beatriz! Me metí primero a mi casa y luego a todas las de su cuadra salvando a tanta gente nada más para que parezca casual nuestro encuentro en la última puerta, esa que calculé no iba a quemarse hasta que nos encontráramos, yo con el agua verde, ella con sus lenguas rojas. ¡Por eso quiero devolver esta medalla! ¡Porque el cálculo me falló! Cuando llegué a su puerta, la casa estaba vacía. Su gato corrió encendido como un vómito del infierno, las cortinas, el techo y la alfombra se volvían humo y luz delante de mí y yo no podía gritar su nombre porque no lo sabía! Llegué al último ambiente: un baño de pino con una gran tina al centro, y allí, cubierta de agua, estaba ella entre la espuma, los ojos húmedos, invisible y tímida. “Salga”, grité, “yo la salvo!” Pero ella no se paraba porque estaba desnuda, y me di cuenta que prefería morir antes que mostrarse así. Entonces le dije: “le doy mi ropa si usted quiere...” y ella se acurrucó más entre el jabón y sus hervores, le dio miedo imaginarme desnudo, yo temblaba y la casa también, y caía mi sudor ardiendo como caían las vigas, y entonces, Mendieta, Señor Comandante, no supe qué hacer, no resolví nada mientras la tina burbujeaba y mi traje se blanqueaba, y ella levantó un dedo como pidiendo apoyo, pero la casa se vino abajo y no recuerdo más.

Amanecí hospitalizado, vivo de milagro, pero ella nunca apareció. Se la comieron las brasas y yo durante años me culpé de mi duda y de su muerte, y cada 10 años lloré y sufrí en sueños por ella, viéndola con el dedo arriba. Cuando cumplí 60 me percaté de que debí desnudarme y entrar con ella en la tina, debí morir mojado y abrasado para no pasar el resto de mi vida en ascuas, debí apretarla para irnos juntos a la Gloria o al Infierno. Esa es mi carga, Señor Comandante. Una culpa tan horrible que ni siquiera tiene castigo. Cuando cumplí 70 soñé que esta medalla me hería el pecho y me ampollaba los dedos, porque no la merezco. Y si la devuelvo hoy es porque he prometido, en un sueño final, encontrarme con ella. Volví a verla, ¿sabe? Y me di cuenta de que su dedo en alto no era un pedido sino una cita: espérame en el cielo, como el bolero, allá te veo. Y desde entonces busco un atajo para llegar a ella. Y desde entonces busco a mi hijo y lo busco a usted. Para encargarle a mi nieto, que está medio loco, y a mi nuera la fastidiosa. Para devolverle este escudo inútil, porque ella me espera desnudo, Señor Comandante. Ojalá nomás que usted no se moleste ni haga sonar sirenas, porque apenas nos abracemos... se va a incendiar el cielo.
Gracias por todo, Mendieta, Comandante. Hasta pronto.



Foto: Clouds of fire by Helen Lisher.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Provoca hacer un espectaculo de cuentacuentos con tu blog. Felicitaiones.

Arcadia