Llegué a este país por primera vez, por tierra, acompañando la gira de una obra de teatro que yo había escrito, con actores entrañables, con gente de primera. Recuerdo Guayaquil con exactitud enfermiza: las paredes infestadas de grillos, la lluvia caliente, el ron, la sonrisa de Isabella, las funciones, el murciélago en la lavadora, el estero, la carne en palito, la cola en funda. Recuerdo que luego conocí Quito, donde sentimos frío y asombro.
Meses después volví a este país, a una isla paraíso llamada Jambelí, para tratar de arreglar un romance que ya estaba demasiado roto y del que paradójicamente nació lo mejor que me había pasado hasta entonces.Años después el trabajo me volvió a traer y te conocí en Quito. Llegaste con la sonrisa limpia, una carta muy arrugada y ganas de burlarte de todo. Fuimos amigos hasta que el tiempo nos puso un límite y las barreras se rompieron, como nuestra piel esa última noche. Recuerdo en desorden haber ido contigo a Galápagos, haber volado a buscarte en Manta –donde me mostraste la casa quemada- y habernos reencontrado en Guayaquil. Aquí vimos cantar a Mercedes Sosa en una tarde lluviosa. Aquí escuchamos con cariño a mi primo el suicida creador. Aquí comimos bien, dormimos mucho y nos amamos más. En Quito oímos al cantante que volvería a sonar cuando salimos de la clínica, años después, con una hija en brazos. En Quito también vimos un desfile de año nuevo lleno de muñecos destinados al fuego que se nos grabaron como símbolo del futuro. En Salinas compartimos el mal tiempo y el mar. Y ahora que paseo por la noche tibia me acuerdo de todo eso, perdido como una carta doblada que se refunde entre los papeles de un cajón que se desprecia. Aquí me han pasado cosas, y me abisma recordarlas, y me duele haberlas perdido, y me alegra darme cuenta de que no las olvidé.
Meses después volví a este país, a una isla paraíso llamada Jambelí, para tratar de arreglar un romance que ya estaba demasiado roto y del que paradójicamente nació lo mejor que me había pasado hasta entonces.Años después el trabajo me volvió a traer y te conocí en Quito. Llegaste con la sonrisa limpia, una carta muy arrugada y ganas de burlarte de todo. Fuimos amigos hasta que el tiempo nos puso un límite y las barreras se rompieron, como nuestra piel esa última noche. Recuerdo en desorden haber ido contigo a Galápagos, haber volado a buscarte en Manta –donde me mostraste la casa quemada- y habernos reencontrado en Guayaquil. Aquí vimos cantar a Mercedes Sosa en una tarde lluviosa. Aquí escuchamos con cariño a mi primo el suicida creador. Aquí comimos bien, dormimos mucho y nos amamos más. En Quito oímos al cantante que volvería a sonar cuando salimos de la clínica, años después, con una hija en brazos. En Quito también vimos un desfile de año nuevo lleno de muñecos destinados al fuego que se nos grabaron como símbolo del futuro. En Salinas compartimos el mal tiempo y el mar. Y ahora que paseo por la noche tibia me acuerdo de todo eso, perdido como una carta doblada que se refunde entre los papeles de un cajón que se desprecia. Aquí me han pasado cosas, y me abisma recordarlas, y me duele haberlas perdido, y me alegra darme cuenta de que no las olvidé.
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